Cita evangélica de Gerardo Diego.
Terminada la Última Cena, dicen los evangelios, Jesús y once de sus apóstoles
-Judas se había ido a ultimar los detalles de la entrega de su Maestro-, salieron de la
ciudad de Jerusalén, atravesaron el torrente Cedrón y entraron en el huerto de
Getsemaní (“molino de aceite”), al pie del Monte de los Olivos. Jesús, que ya les
había advertido que uno de ellos lo entregaría, les dijo por el camino que aquella
noche todos le abandonarían, «porque escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán
las ovejas». Jesús se apartó del grupo, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, a
quienes les confió, lleno de pavor y angustia: «Mi alma está triste hasta el punto de
morir; quedaos aquí y velad conmigo». Pero ni siquiera estos escogidos fueron
capaces de acompañarle velando y orando. A solas, muy a solas, cayó rostro en tierra,
y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya». Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le
confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como
gotas espesas de sangre que caían en tierra. Finalmente, se levantó de la oración, fue
donde los discípulos y les dijo: «Levantaos, ha llegado la hora en que el Hijo del
hombre va a ser entregado». Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas
acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos. Y al instante se acercó a
Jesús y le dijo: «¡Salve, Rabbí!», y le dio un beso. Jesús le dijo: «¡Judas, con un beso
entregas al Hijo del hombre!» Entonces aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús
y le prendieron. Los discípulos le abandonaron todos y huyeron.